He pensado en eliminar la tecnología de mi vida. No toda, porque eso sería imposible. Trabajo en la computadora, me comunico por celular, vemos películas cuando nos reunimos. Pero sí esa parte de la tecnología que me distrae en lugar de ayudarme. Esa que abro por inercia, sin pensar, sin necesitarla realmente.
Llevo años dándole vueltas a esto. He borrado redes sociales del teléfono, luego las busco en la computadora. Ahora las tengo bloqueadas ahí también. Es un baile raro entre querer desconectarme y no saber cómo. Entre reconocer el problema y no encontrar la forma de solucionarlo. Siempre hay una excusa, siempre hay algo que me hace volver.
La tele
Hace unas semanas la tele dejó de funcionar. Simplemente no quiso encender. Pospuse casi un mes llamar al técnico, aunque parece que va a entrar en garantía. Durante esas semanas, lo único que sentí fue tranquilidad. Ya no perdía tiempo sentado ahí, navegando por YouTube sin rumbo, dejando que el algoritmo decidiera qué ver. Mi esposa lo sintió más porque le encanta ver series, y es la única tele que tenemos en casa. Pero para mí fue un respiro. Como si alguien hubiera apagado un ruido de fondo que ni siquiera sabía que estaba ahí.
Esa desconexión accidental me mostró algo importante: sí puedo soltar estos dispositivos y hacer algo diferente. No necesito tener siempre algo prendido, algo sonando, algo moviéndose en una pantalla. Y justo en ese momento de silencio empecé a preguntarme qué podría hacer en su lugar.
Lo analógico
Fue cuando empecé a encontrar muchas recomendaciones sobre volver a lo analógico. Diarios en libretas, listas a mano, cámaras digitales de las viejas. Gente que documentó cómo dejó de depender tanto de sus teléfonos y empezó a usar herramientas más simples. Como regresar a los 2000, cuando la tecnología era un extra para hacer cosas interesantes, no una herramienta diseñada para optimizar cada segundo de tu existencia. Cuando las cosas no tenían que ser perfectas, solo tenían que existir.
Me gusta esa idea. Me ronda en la cabeza todo el tiempo. La siento cada vez más cercana, más alcanzable.
El manga
Decidí probar. Hace poco compré el primer volumen del manga de One Piece y estoy fascinado. Ver las anotaciones del autor en los márgenes, el dibujo en detalle, sentir el papel entre los dedos. Hay algo táctil ahí que no puedo explicar bien. Aunque me encanta el audiovisual por cómo la música transmite sentimientos que el papel no puede replicar, por esos momentos donde una canción te golpea justo cuando debe, hay algo especial en traer el manga en la bolsa y leerlo en esos tiempos muertos. Cuando espero a que Kathia termine algo, cuando tengo cinco minutos entre una cosa y otra. Esos momentos que antes llenaba con el celular.
Es curioso cómo un objeto físico te ancla al momento. No puedes hacer scroll infinito en un manga. Se termina. Cierras el libro y ya. Eso me gusta.
El manga me hizo pensar en otras cosas que podría volver físicas. Escribía mi diario hace un año en Notion. Supuestamente para no perderlo nunca, para poder releerlo algún día desde cualquier dispositivo. La nube me daría esa seguridad eterna. Pero ahora pienso que si lo escribo en libretas, las lleno y las guardo en un cajón o en un estante, es lo mismo. Y hasta más valioso porque es físico, es mi letra la que cambia con los años, es mi forma de pensar plasmada en tinta que no se puede editar después. No hay forma de hacer trampa y cambiar lo que sentiste en ese momento.
Lo permanente
Eso me detenía antes. Que no pudiera borrarlo, que no pudiera moverlo, reorganizarlo, hacer que se viera profesional. Pasaba más tiempo pensando en cómo debería verse que en realmente escribirlo. Pero la realidad es que probablemente solo lo vaya a leer yo. Con que exista ya tiene el valor que necesita. Con que lo haya escrito, ya cumplió su función.
Lo mismo pasaba con dibujar. Tengo una libreta para sketches que casi nunca uso. La compré con toda la intención de llenarla, de dibujar cualquier cosa, sin presión. Pero no lo hacía porque lo analógico no perdona. Un trazo queda ahí. No hay ctrl+z. Y eso me paralizaba. Como si tuviera que ser digno de mostrarse desde el primer intento. Pero al final, el valor se lo doy yo mismo. Nadie más tiene que verlos. Nadie más tiene que aprobarlos.
Creo que ese miedo a lo permanente me había alejado de todo esto. He pasado tanto tiempo en lo digital donde todo se puede deshacer, editar, perfeccionar, que olvidé la libertad de simplemente hacer cosas. Cosas imperfectas, cosas a medio terminar, cosas que simplemente existen porque sí. Y eso es exactamente lo que quiero recuperar.
Voy a empezar a tener más cosas analógicas. Retomar este blog también me gusta, aunque suene contradictorio hablar de desconectarme mientras escribo en internet. Pero este espacio es diferente. No es una red social donde compito por atención. Es solo un lugar donde poner ideas. Lo tenía abandonado por estar “ocupado” en cosas que realmente solo me consumían tiempo de mala manera. Tiempo que se iba en scroll, en videos cortos, en nada que valiera la pena recordar.
Volver a lo analógico en muchas cosas me parece una buena idea. No necesito mi lista de tareas en el celular todo el tiempo. De hecho, creo que tenerla ahí hace que la ignore más fácil. Es demasiado accesible, demasiado fácil de abrir y cerrar sin hacer nada. Una lista en papel es diferente. La ves. Está ahí. No puedes deslizar la notificación y olvidarte de ella.
Quiero disfrutar esa sensación de llenar libretas. De terminar una y empezar otra. De ver cómo se acumulan con el tiempo, llenas de ideas, de dibujos malos, de listas, de lo que sea. Quizá ese sea mi propósito para 2026: más libros físicos en el librero, más libretas donde rayar sin miedo a equivocarme. Recuperar esos espacios donde la tecnología no decide por mí qué hacer.
No sé si lo voy a lograr completamente. Probablemente no. Pero quiero intentarlo. Quiero al menos recuperar algo de ese tiempo que se me va en pantallas sin darme cuenta. Quiero que mis manos hagan algo más que dar scroll.